FOTO EL COLOMBIANO
Son reiteradas las protestas de grupos de ultraderecha en la capital belga, que alberga las instituciones europeas. Tras ataques de Bruselas se fortalece temor europeo contra migrantes.
Mientras la primavera comienza a asomarse con
su calor y algunas flores comienzan alegrar con su colorido el ambiente, en la
mente de los habitantes de Bruselas, capital de Bélgica y sede de las
instituciones europeas, una nube gris se siente omnipresente.
Las bombas en el aeropuerto y el metro, no
solo volaron estructuras y acabaron con vidas humanas, sino que también
sirvieron de válvula de escape y oportunidad perfecta para que salieran a flote
muchos sentimientos que otrora eran solo tácitos, en una ciudad que había visto
bombas y balaceras pero en los cómics del célebre reportero Tintín, y donde el
juego del gato y al ratón era relacionado con otro de sus íconos culturales:
Los Pitufos y su eterno rival Gárgamel.
Dicho juego ahora se asocia, no solo en Bruselas
sino en toda Europa, a la batalla entre autoridades de cada país y las elusivas
células extremistas islámicas.
Escenas jamás antes presupuestadas en un país
que se vanagloriaba por ser tan “puro y libre de espíritu” —tanto que su máximo
símbolo turístico es una estatua de un niñito desnudo orinando, el Manneken
Pis—, son cotidianas desde noviembre en la “Capital Europea”.
Soldados armados hasta los dientes en cada
barrio, en especial en zonas aledañas al Parlamento Europeo, las embajadas y la
Otan; policías patrullando constantemente barrios musulmanes como el ya
desgraciadamente afamado Moelenbeek, son parte del paisaje de la ciudad. Más
aún, desde los ataques, son reiteradas las marchas de grupos neonazis en la
emblemática Plaza de la Bolsa y ataques a mezquitas de la capital.
Segregación visible
Las implicaciones de los atentados son graves
en una urbe en la que según el informe anual de su Cámara de Industria y
Comercio, cerca del 66 por ciento de las personas entre 18 y 60 años son de
origen extranjero, y entre el 20 y 25 por ciento de los habitantes son
inmigrantes provenientes de Medio Oriente o el Magreb.
Precisamente, en la ciudad sede de las
instituciones europeas, el comercio a pequeña escala es ejercido en especial
por dicha comunidad, que últimamente se ve afectada por el imaginario colectivo
de los habitantes “blancos”. Se generaliza a estas personas como “musulmanes y
por ende terroristas”. La convivencia en sitios públicos como el metro es
tensa, y se percibe una tácita pero clara segregación: en los vagones del
Sistema Integrado de Transporte (Stib) se notan sillas vacías al lado de
aquellas ocupadas por personas de origen árabe. O en las advertencias de las
personas a la hora de alquilar un apartamento, sobre “ciertos barrios a evitar”,
por el tipo de habitantes que allí residen.
Y es que la xenofobia no necesariamente se
manifiesta en términos de agresión física o verbal. En la capital belga el
empleo es un claro ejemplo de la diferencia de condiciones existente para las
personas según su origen. Datos de la Cámara de Comercio e Industria de
Bruselas (Beci), indican que la tasa de empleo para los blancos es de un 73 por
ciento, y para los inmigrantes es del 45 aproximadamente, y esto sin nombrar la
diferencia en calidad de los empleos que ambos grupos sociales obtienen, o
salarios.
Uno de los afectados directamente por ésta
problemática es Mehdi Blondiau, hijo de un inmigrante marroquí y una belga, y
propietario de la librería L´Air Libre, quien afirma que su apariencia física
ha sido causa de discriminación.
“Para nosotros es un tema muy negativo,
porque las personas no saben diferenciar entre los terroristas y nosotros.
Creen que todos los que venimos del Medio Oriente somos yihadistas. Yo vivo acá
desde que nací, soy belga, mi madre es belga, ¡ni siquiera soy musulmán! Pero
mi físico así se los hace creer. Para ellos (los blancos) solo hay negros y
musulmanes”.
En las calles, la tendencia es a generalizar,
y la mayoría de los belgas del común no diferencian si los inmigrantes con
“pinta de árabes” son del Norte de África, de la Península Arábiga, o del
Cáucaso; para ellos, todos son “musulmanes peligrosos”.
Del otro lado de la moneda, la realidad luce
de otro modo. El sentimiento, especialmente entre la población blanca juvenil,
es de impotencia y de rabia hacia quienes consideran han invadido su espacio
vital. Un grupo de jóvenes, a la salida de la Universidad Libre de Bruselas
—alma máter por excelencia de la urbe—, explica lo que en sus palabras es esa
angustia:
“Esto jamás lo hubiéramos soñado. Hace dos
años la ciudad era pacífica, es algo increíble. Hay lugares a los que es
peligroso ir, porque uno no quiere ser víctima de ataques terroristas o fuego
cruzado. La verdad es que es algo que da miedo”, afirma Arnaud, un joven de 21
años que no quiso dar su apellido.
Para su amiga Gaelle, el asunto va mucho más
allá, y llega a la transgresión y al comportamiento inapropiado: “Ellos ni
siquiera respetan. En el metro, o en los buses se comportan de manera poco
civilizada, hablando duro por el celular y poniéndolo en altavoz, gritando
entre sí, riéndose estrepitosamente (en especial los negros) y dialogando en
sus idiomas, mirando de manera extraña. Uno no sabe si están insultando, o qué
están tramando. A veces incluso hablan solos, como en un rezo”.
Fenómeno europeo
Bruselas solo es una evidencia más de que el
Viejo Continente está sucumbiendo al temor que le genera el colectivo de
inmigrantes musulmanes que desde hace más de tres décadas acogió, aunque de
forma imperfecta, en su territorio.
Países como Grecia, Hungría y Alemania
asisten a un fenómeno similar, con las ideas de ultraderecha fortalecidas cada
vez que se reiteran, en distintos lugares, ataques o hechos violentos
vinculados a grupos yihadistas o inmigrantes árabes.
Así, en resultados impensables en otros
tiempos, el partido húngaro ultranacionalista Jobbik, que profesa ideas
antisemitas, homófobas y neofascistas, obtuvo en 2014 tres escaños para el
Parlamento Europeo y 23 para la Asamblea Nacional de Hungría, convirtiéndose en
la tercera fuerza política del país.
El flujo de inmigrantes desde naciones árabes
ha sido una de las excusas con las que el grupo ultraderechista Amanecer Dorado
lleva años captando cada vez más apoyo en Grecia. En las más recientes
elecciones generales (2015), la bancada neonazi obtuvo 7 por ciento de los
votos.
Pero el caso más preocupante es el alemán,
donde las políticas de puertas abiertas de la canciller Angela Merkel ante la
crisis migratoria, han dejado resentimiento en sectores de la población. Esa
situación solo ha fortalecido al incipiente partido Alternativa por Alemania
(AfD), que en las recientes elecciones regionales del 13 de marzo fue la fuerza
que más avanzó en los tres estados que acudieron a votar: Sajonia-Anhalt (24,4
por ciento), Baden-Württemberg (15,1), y Renania-Palatinado (12,5 por ciento).
En ese momento, Merkel tuvo que defender sus
políticas argumentando que “necesitamos una solución europea, pero esta
requiere tiempo. Todos estamos ahora de acuerdo en que debemos discutir con
ellos (AfD)”.
Eso era una semana antes de los ataques de
Bruselas, que el 22 de marzo sacudieron al mundo, pero en especial a Europa.
Desde entonces, lo que ya se veía mal se agravó.
Para Hasan Turk, politólogo, docente y
experto en asuntos internacionales, “las consecuencias de los ataques serán muy
negativas en medio de la crisis migratoria, y eso dará una excusa para
justificar no solo la ultraderecha islamófoba que está surgiendo en los países
europeos, sino también las políticas de devolución y exclusión que ya se están
viendo con el acuerdo entre la UE y Turquía”.
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